hora. con ese.

La luna entraba por la ventana como un hacha. La sombra generaba siluetas incandescentes sobre la mitad de su colchón. La otra mitad rozaba la taquicardia pre-vómito de las noches de luna llena. No se duerme igual. Le había dicho su padre años antes. No. No se duerme. Igual. Igual da. Lo mismo es. No se duerme y punto. Y si se duerme es para obtener registros subconscientes hitchcockianos.

Se apartó el negro mechón que le ocupaba la frente. Se ajustó la almohada. Se giró hacia la silueta del otro lado.

El pelo rubio caía por su espalda como una tentación. Sus pechos navegaban por el aire de la habitación con un descaro insostenible. Huían de sus torpes dedos que recorrían incansables la estela de sus pezones. Sus muslos estaban tan enganchados a sus caderas que le impedían casi la totalidad del movimiento. Sus labios se acercaron a su frente. Le sopló el mechón y empezó a hablarle al oído.

Se encendió la luz del patio. ¡Desaprensivo trasnochado! Murmullo. Giró la cabeza. Volvió a ver la silueta. Esta vez parecía un perro. Un perro enorme y peludo. Quizás un lobo.

Salió del edredón. Se acercó el cenicero. Se lió un cigarrillo. Apagó la cerilla justo antes de quemarse un dedo. Acarició la portada de su última novela corta. Las Horas. Jon. Jon de la Rúa. Las horas. Las cinco. Las 5 a.m. Siete horas antes había bebido whiskey. Once horas después del No nos interesa. doce horas después de volar por las aceras sonriendo a los adoquines. Quince horas después de recogerla en la imprenta. Mil horas después de corregirla, rediseñarla, recorregirla, reinventarla, re.escribirla. Cogió otra cerilla. Fósforos de Seguridad. Sonrió.





Se llama Jon. Ella se llama Carol.



No volveréis a venir hasta que nos perdamos el respeto.


veinte páginas nos separan de ese momento.

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